En 1999, el arqueólogo Salvador Guilliem Arroyo desenterró en Tlatelolco los restos de sacrificios humanos con un joven que sostenía en las manos un silbato azteca de la muerte, asociado al dios del viento, Ehecatl. Estos silbatos, únicos en el mundo por su arquitectura acústica que emula un grito escalofriante, fueron recreados para un estudio que analiza su efecto en el cerebro. Los resultados revelaron que los sonidos evocan una mezcla de alarma y misticismo, sugiriendo un potencial uso ritual en sacrificios. Aunque estos artefactos poseen un profundo significado simbólico, sigue siendo incierto si las víctimas veían este ruido como un presagio aterrador o un guía hacia el inframundo.
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