El régimen sirio de Bashar al-Assad, que parecía victorioso tras años de guerra, ha colapsado sorpresivamente en once días tras una ofensiva rebelde. A medida que Hezbolá, Rusia e Irán se centraron en conflictos más relevantes, las fuerzas del gobierno se debilitaron y se rindieron sin apenas combates. La capital, Damasco, ha sido capturada, simbolizando el fin del régimen, mientras Assad huye en paradero desconocido. La caída rápida y virtualmente incruenta refleja un estado debilitado, dependiente de aliados que ahora se han retirado. A pesar de antecedentes que lo daban por ganador, las sanciones económicas, la corrupción interna y un ejército desmoralizado han dejado al régimen como un «tigre de papel», frágil y vacío.
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