En el panorama político actual, el diálogo parece ser una herramienta olvidada, reemplazada por discursos inflamatorios que resuenan tanto en el Parlamento como en los eventos partidistas. Los líderes políticos se enfocan en encender a sus seguidores, a menudo motivados por intereses personales, mientras que el debate genuino y el intercambio de ideas brillan por su ausencia. Esta atmosfera de confrontación y retórica exacerbada, en la que el adversario se convierte en un enemigo, impide abordar con eficacia los desafíos urgentes que enfrenta la sociedad, los cuales demandan cooperación y conversaciones auténticas para ser gestionados adecuadamente.
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